Patagonia en Patagones. 2006. La historia. Disertación de Susana Bandieri

H.R.G. Ossés: Organicé esta conferencia junto con Ángel Hechenleitner para la Dirección de Cultura de Carmen de Patagones. Veremos las disertaciones de Susana Bandieri y Pedro Navarro Floria.

Susana Bandieri:

En primer lugar quiero agradecer al Señor Intendente, a la Directora de Cultura del Municipio de Carmen de Patagones, a Angel, a Héctor Ossés, que fue mi interlocutor todo este tiempo para concretar esta visita. Quiero agradecerles doblemente. En primer lugar, porque esta invitación me permite volver a Carmen de Patagones, una hermosa ciudad que merece caminarse. En segundo lugar, y más importante aún, porque me permite corregir, al menos en parte, un vicio de formación que tenemos la mayoría de los historiadores de carrera, que es escribir para nosotros mismos. Es decir, presentamos permanentemente ponencias en congresos y jornadas de la especialidad, sometiendo a nuestros pares los resultados de nuestras investigaciones, pero no cuidamos igual la divulgación de nuestra producción entre otros miembros de la comunidad que no sean necesariamente historiadores. Ese espacio que no ocupamos los historiadores de oficio a veces es ocupado por una historia anecdótica, una historia narrativa, que no llega a profundizar en los procesos. Por eso es que valoro y agradezco especialmente esta invitación porque es una forma de dar a conocer lo que nosotros hacemos, no sólo yo, sino básicamente el equipo de investigadores que desarrolla sus tareas en el Centro de Estudios de Historia Regional que dirijo en Neuquén, en la Universidad Nacional de Comahue.

No nos pusimos en absoluto de acuerdo con Jorge Bustos, quien me precedió en el uso de la palabra, pero es como si lo hubiéramos hecho. Me ha allanado muchísimo el camino y nuestras exposiciones se complementan muy bien. Cuando yo pensaba en como encarar esta charla me parecía importante no caer en la obviedad de repetir la historia de Carmen de Patagones, cosa que, indudablemente, ustedes conocen mejor que yo. Fue entonces que me pareció indicado hacer algunas referencias necesarias a nuestra historia nacional.

La historia nacional argentina se construyó como tal en la segunda mitad del siglo XIX. Es decir, en el mismo momento en que el Estado argentino se consolidaba como tal. Se empezó entonces a construir una historia que tuvo, en concordancia con ese proceso, varias características importantes: debía mostrarse un Estado nacional plenamente constituido, soberano en todo su espacio territorial, con una economía nacional plenamente conformada y con un mercado interno en funcionamiento que conectaba a las provincias entre sí. También la sociedad nacional se mostraba como plenamente constituida, es decir una sociedad culturalmente homogénea que se reconocía en su conjunto como perteneciente a una misma nación. Pero basta con que se profundice un poco en la historia argentina de fines del siglo XIX para darse cuenta de que estas cuestiones no estaban todavía plenamente resueltas: el Estado de 1880 era más central, porteño y bonaerense, que nacional; la economía de los años ‘80 estaba centrada en el modelo agro-exportador, para el cual nuestro país producía materias primas y alimentos y recibía bienes importados; y la sociedad distaba mucho todavía de sentirse colectivamente nacional.

Si bien es cierto que el crecimiento de la red ferroviaria en esos mismos años había acercado a las provincias del interior a la ciudad-puerto de Buenos Aires, basta con observar el diagrama radial de los ferrocarriles argentinos, con forma de abanico, para comprender su rol en ese modelo económico: una forma rápida y barata de extraer materias primas y alimentos hacia la capital del país y, a la inversa, de colocar las manufacturas extranjeras en el interior. Pero ese ferrocarril no unía a las provincias ni a las ciudades entre si. Es decir, era un sistema de comunicaciones puesto al servicio del modelo económico agro-exportador. Un modelo que, además, miraba hacia el Atlántico, siguiendo la orientación del comercio con los países industrializados de ultramar.

Sin embargo, cuando se investigan en el mismo momento histórico regiones marginales a este proceso, como es el caso de las áreas norpatagónicas más cercanas a la cordillera, cuyas producciones ganaderas no estaban en condiciones de competir con la economía pampeana, se visualiza de inmediato la persistencia de pautas heredadas del funcionamiento de la sociedad indígena, particularmente visibles en el mantenimiento de un intenso comercio de ganado con Chile y con el mercado del Pacífico. Y este fenómeno se repite en otras áreas limítrofes del país, donde persisten circuitos comerciales centrífugos y relaciones socio-culturales muy fuertes en las áreas de frontera.

Respecto de la sociedad presuntamente “nacional” de los años ‘80, cabe recordar que nuestro país estaba por entonces en pleno proceso inmigratorio, razón por la cual la construcción del “ciudadano argentino” que tanto preocupaba al Estado en formación recién se volvió materia de interés a comienzos del siglo XX, en un proceso lento y gradual donde el modelo educativo nacional -y también la historia oficial- cumplieron un rol muy importante.

Esa historia nacional que surgió, como decíamos, al servicio del Estado en formación, curiosamente ha perdurado durante muchos años. Yo me arriesgaría a decir que todavía en muchos casos está presente, como se ve, particularmente, en la vigencia de algunas concepciones como las que Jorge mencionaba recién, donde las fronteras se entienden como límites. Es decir, la historia nacional se muestra todavía -o se mostraba, creo que se está corrigiendo gradualmente en los últimos años- encerrada en los límites territoriales del Estado-Nación. Para esa historia, construida desde Buenos Aires, la cordillera de los Andes era la espalda del país y las relaciones que la sociedad indígena mantenía con el mercado chileno y con el área del Pacífico parecían haberse cortados totalmente después de imponerse el dominio coactivo sobre esa sociedad. De esa manera, la frontera se transformó en un límite, un término que está pensado “hacia adentro”, que encierra un territorio dominado por un Estado soberano. La frontera es otra cosa, es un espacio permeable, nunca un límite, implica una construcción social dinámica y compleja, donde sobreviven intercambios económicos, sociales y culturales de antigua data.

Entonces, por un lado, la frontera internacional se entendió como límite, y nos acostumbramos a mostrar una historia nacional “encerrada” en los límites del Estado-Nación. Pero también la “frontera interna” entre la sociedad hispano criolla y la indígena funcionó como límite. ¿Qué es la frontera interna? ¿Se puede marcar en un mapa? ¿Es una línea física que divide ambas sociedades? No. Es una denominación que pretende diferenciar dos culturas básicamente opuestas, y a veces incluso irreconciliables. Y esa idea de frontera interna como valla funcionó también en la mente de los historiadores y en la creación de conocimiento histórico, muchas veces incluso de manera inconsciente. Hasta hace muy poco tiempo, por ejemplo, en nuestros congresos, los colegas que investigan la historia indígena se reunían en una mesa o simposio donde se trataba ese tema en particular. Es decir, circulaban y discutían sus producciones entre ellos mismos. Aparte, en el mismo congreso, otras mesas o simposios trataban otras etapas del proceso histórico nacional.

Asimismo, si uno ve las últimas dos colecciones de historia nacional más importantes que se han publicado en los últimos años, en ambas la parte indígena está concebida como introducción. Es como si hubiese una historia anterior y otra posterior a 1880. Digo el ‘80 por marcar la época de la campaña militar de Roca, que de algún modo inicia del sometimiento definitivo de la sociedad indígena.

Evidentemente, esto le quitó complejidad al conocimiento de la historia nacional. Muchas veces, incluso, se cayó en la dicotomía de representar una historia de buenos y malos. El indio era el bárbaro, “el otro”, el incivilizado -a lo sumo con capacidad de civilizarse-, y el blanco representaba al mundo civilizado, al mundo urbano, el del progreso. El espacio del indio era el “desierto”. Todavía en los manuales escolares se sigue hablando de la “campaña al desierto”. Yo les recuerdo siempre a mis alumnos que aclaren la concepción ideológica que está detrás de esa denominación. Porque los ideólogos del ’80 no usaban el término “desierto” en el sentido físico, sino es el sentido social: “desierto” significaba “vacío de civilización”. Nosotros, como profesionales de la historia, tenemos la obligación de ir corrigiendo esa deformación y superar esa visión dicotómica del “mundo civilizado”, del lado blanco de la frontera, y del “mundo bárbaro”, el del espacio indio.

La cartografía que se utiliza todavía en los textos escolares y en los mapas de uso común en las escuelas repite la misma deformación. Un mapa que representa, por ejemplo, los intercambios comerciales en la primera mitad del siglo XIX, no incluye ninguna vinculación con los espacios indígenas del nordeste y sur del país. No hay ninguna conexión –de caminos, comercio, etc.-, que una el espacio “supuestamente civilizado” con el espacio “supuestamente bárbaro”. Hoy sabemos que el nivel de intercambios económicos, sociales y culturales en esa “frontera interna” fue siempre muy importante, desde la llegada misma de los españoles al continente.

Creo que la novedad historiográfica más fuerte que se ha introducido en los estudios regionales patagónicos pasa justamente por volver la mirada hacia las fronteras. Tanto hacia las fronteras internacionales, como es el caso del funcionamiento de las áreas andinas que seguirían conectadas con los antiguos mercados de Chile y el Pacífico hasta avanzado el siglo XX, repitiendo formas heredadas de la sociedad indígena, como de la llamada frontera interna.

Respecto de las primeras, estamos hablando de la persistencia de circuitos mercantiles no reconocidos hasta ahora por la historiografía nacional que perduraron durante muchos años. De hecho, se cortaron recién cuando los dos Estados –Argentina y Chile- decidieron controlar más firmemente el tránsito fronterizo de bienes y personas, imponiendo una serie de trabas aduaneras en un proceso que comenzó en la segunda mitad de la década de 1920, se profundizó en los años ‘30 con la crisis internacional y se terminó de cortar definitivamente en la segunda posguerra. Ello en coincidencia con la crisis del modelo económico agro-exportador y el inicio del proceso sustitutivo de importaciones. Es decir, cuando comenzaron a producirse en el país las manufacturas de la industria liviana que hasta entonces se importaban. Ello requería de controles más estrictos del mercado interno nacional y, por ende, de medidas más exigentes respecto del comercio fronterizo. Recién entonces, según nuestras investigaciones, desaparecieron definitivamente las viejas formas de intercambio con el área del Pacífico.

Por el otro lado, está la ya mencionada “frontera interna” entre la sociedad hisapano-criolla y la indígena, límite que también es necesario derribar si se quieren superar las visiones fragmentadas de la historia nacional. En este tema quiero explayarme un poco en esta oportunidad, porque creo que Carmen de Patagones es el mejor ejemplo de lo que estoy diciendo. Esta población funcionó, desde su misma fundación por la corona española a fines del siglo XVIII, como un verdadero espacio de frontera, complejo, dinámico, absolutamente permeable, con sujetos que desarrollaron estrategias políticas de un lado y del otro, siempre en función de lo que estaba pasando en la región pampeano-patagónica, en el país y en el mundo. Entonces, lo que vamos a tratar de hacer es juntar estas dos historias, de cada lado de la frontera, hasta ahora fragmentadas, para hacerlas confluir en un mismo proceso que gana en profundidad.

Primero les voy a leer un párrafo que es muy definitorio en la decisión de los Borbones a la hora de decidir ocupar más firmemente los espacios australes. Es un párrafo de la obra del científico jesuita de origen británico Thomas Falkner, que en su larga permanencia en las misiones del ámbito bonaerense mantuvo intercambios permanentes con los grupos indígenas, lo cual le permitió convertirse en un conocedor privilegiado. Falkner escribía esto en 1774:

“El país entero está sin más defensa que un poco de tropa veterana en Buenos Aires y Montevideo y bastaría tomar a estas dos plazas para que todo el país se sometiera con sólo hacer un paseo militar por él porque los criollos se harían uno con el enemigo, cualquiera que fuese. La pérdida de estas dos plazas despojaría a España de los únicos puertos que posee en estos mares para socorrer a las embarcaciones que han de pasar por el Cabo de Hornos al Mar del Sur”. (T. Falkner, Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur, 1774)

Basta leer este párrafo para darse cuenta de la imagen absolutamente desprotegida que ofrecían por entonces, sobre todo a los ingleses, las posesiones españolas en el Atlántico sur. El tema empezó a cambiar justamente cuando los Borbones ocuparon el trono español. La intención entonces fue fortalecer el control de los territorios más australes, lo cual también se relaciona con un cambio político en España que tenemos que recordar y es que, para los Borbones, las posesiones en América dejan de ser reinos, como lo habían sido para la dinastía anterior, los Habsburgos, para pasar a ser colonias. Eso implica un control político y económico mucho más fuerte y mucho más centralizado. Entonces, se toman dos conocidas medidas que parece adecuado recordar aquí, y que guardan relación directa con la intención de fortalecer el rol de la metrópoli en el cono sur de América: una es la creación del Virreinato del Río de la Plata en el año 1776, en una zona hasta entonces dependiente del Virreinato de Perú. La otra es la incorporación del puerto de Buenos Aires al régimen comercial del monopolio español en 1778; esto es, habilitarlo para comerciar con España y, con permiso especial, con otras naciones. Ambas medidas implican una importante revalorización de la ruta del Atlántico.

La obra de Falkner no es un antecedente menor en estas decisiones, porque esta obra fue traducida a los idiomas más importantes de la época y tiene un prefacio de un editor muy conocido en Londres, muy amigo del ministro Pitt, que tenía ideas muy claras respecto de las posiciones estratégicas que tenía que ocupar Inglaterra en el mundo. En el prefacio del libro, el editor dice dos cosas: en primer lugar, considera fundamental para Inglaterra tener un buen puerto en los mares del sur y, en segundo lugar, alerta sobre el peligro del pacto familiar entre Francia y España que implica la ocupación del trono español por parte de los Borbones. Esto significa que Francia, enemiga de siempre de Inglaterra, es ahora aliada de España. Ya para entonces, Inglaterra está pronta a desarrollar alguna maniobra más consistente que sólo circular por los mares del sur cazando ballenas y lobos. De hecho, esto es el comienzo de lo que será luego la acción ofensiva más seria de esta potencia imperial, que se concretará con la ocupación de Malvinas en el año 1833.

Frente a esta nueva situación, los Borbones organizan expediciones militares y científicas a las costas atlánticas al mando se los mejores pilotos de la armada española, hábiles navegantes como Francisco de Viedma, Basilio de Villarino y Alejandro Malaspina, entre otros. Los documentos de la corona son muy claros respecto de los objetivos de estas expediciones: uno, conseguir mayor información sobre el territorio sur y sus habitantes, cuya parte continental prácticamente se desconocía; dos: buscar un nuevo paso hacia el Pacífico, ubicado más al norte que el Estrecho de Magallanes; el tercer objetivo era fomentar la colonización oficial fundando nuevos puertos para que dieran origen a poblaciones estables.

Es así que se realiza, entre otras, la expedición de Juan de la Piedra y Francisco de Viedma, que parte de Montevideo en 1778 y tiene la misión explícita de fundar fuertes. Hay un primer intento en la Colonia Floridablanca, en la bahía de San Julián, que al poco tiempo fracasa por las inclemencias del clima y la falta de abastecimientos. Hay otro intento más fructífero en el Fuerte San José, en el golfo del mismo nombre en la Península Valdés, donde el Virrey Vértiz va a crear la Estancia del Rey para propiciar la crianza de ganado con destino al abastecimiento de las nuevas colonias y pueblos que supuestamente van a ir surgiendo en las costas patagónicas. Justamente se buscan los lugares donde desembocan los ríos, porque se piensa que pueden ser posibles canales para conseguir el nuevo paso hacia el Pacífico y contar con vías alternativas para llegar a Cuyo y Chile. El Fuerte San José perduró hasta 1810 cuando, conjuntamente con el proceso revolucionario de mayo, hubo desinteligencias entre el comandante y los jefes tehuelches. Los indios atacaron e incendiaron el fuerte, la estancia se desarmó y los sobrevivientes se trasladaron a la desembocadura del río Negro.

Lo interesante de esta fundación fallida es que quedaron en la zona muchas cabezas de ganado cimarrón, al punto tal que se dice que en 1820 había más de ochenta mil cabezas de vacunos. Serán estos los animales que los tehuelches reclamarán como propios a la hora de pedir participación en algunos negocios que se intentan en la península alrededor de esos mismos años, como es el caso del inglés Henry Libanus Jones, que vive en Buenos Aires y que se asocia con Vernet, futuro gobernador de Malvinas, para instalar un saladero en lo que fuera antes el Fuerte San José, para producir tasajo y comercializarlo. Permítanme aquí una digresión para comentarles un caso muy interesante. Cuando están instalando el saladero viene a entrevistarlos el gran jefe tehuelche, y cuál no será la sorpresa de Jones y Vernet cuando descubren que se trata de una mujer, María, por entonces la cacica más respetada por los tehuelches, que tiene su base de operaciones en la Bahía San Gregorio sobre el Estrecho de Magallanes. No hay capitán de barco ballenero -incluso Fitz Roy y Darwin la mencionan- que no pacte con María toda vez que pasa por el Estrecho para que les provea de carne de guanaco, con lo cual impiden que la tripulación se enferme de escorbuto. María se mueve con mil quinientos lanceros de Carmen de Patagones al Estrecho permanentemente, haciendo infinidad de negocios. Hay más cacicas mujeres en la Patagonia, pero la figura de María es interesante porque tiene un poder muy grande y vive muchos años. El futuro cacique Casimiro, que era muy joven cuando ella muere, en 1841 o 1842, recuerda que durante tres días y tres noches se encendieron fogatas a lo largo de la costa patagónica en ofrenda fúnebre a María y que su tumba fue el secreto mejor guardado por los tehuelches. Como verán, un personaje interesante, que hacía negocios permanentemente con hombres de distintas banderas. Vernet la recibió en Malvinas con los honores de un gobernador. Es sin duda alguna una referencia muy singular que la historia oficial no registra. Pero volvamos al momento y lugar que nos ocupa.

El otro fuerte creado por los Borbones fue, obviamente, Nuestra Señora del Carmen, el único que en realidad sobrevivió. A partir de aquí, Carmen de Patagones va a ser, para la corona y para la sociedad hispano-criolla una especie de cuña en el “desierto”. Es decir, una forma de penetrar en territorio indígena y de cumplir los objetivos que se buscaban. Desde allí se organiza, por ejemplo, la frustrada expedición de Villarino que intenta llegar a Chile remontando el río Negro y sus afluentes.

Lo que me interesa destacar del nuevo fuerte del Carmen es el rol muy significativo que va a cumplir en este corredor de pampa-patagonia que vincula al Río de la Plata con Chile. Esta va a ser una zona de gran actividad durante lo que queda del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX, con distintas características, ya sea que se trate del área andina o de zonas más próximas a la costa Atántica, pero siempre dinámica y compleja.

Sólo por ver un ejemplo, cuando se inician los movimientos emancipadores en Chile, se produce una resistencia realista muy fuerte en el área de la Araucanía. La corona había reconocido a los caciques poder sobre esta área, que además se definía territorialmente como nación araucana. Cuando se desencadena en Chile el movimiento emancipador, se producen dos cosas. Por un lado, los caciques ven la posibilidad de perder esa condición pero, por el otro lado, hay oficiales realistas que se refugian al sur del Bío Bío y organizan una feroz resistencia. Es decir, siguen peleando a favor de España contra las fuerzas republicanas. Cruzan la cordillera buscando portección mejor y se instalan en lo que hoy sería el norte de Neuquén, en las lagunas de Epulafquen y, desde allí, organizan una feroz guerra de guerrillas, en alianza con los caciques pehuenches, contra los ejércitos republicanos de Chile. En esta resistencia realista participan blancos, criollos, mestizos e indios y hay que entenderlos en su verdadera complejidad. Recién en 1832, cuando es vencido definitivamente este levantamiento, el último de los hermanos Pincheira se rinde en Mendoza en nombre de Fernando VII. Miren entonces hasta qué punto es importante reconstruir el proceso histórico en su totalidad y cuan necesario es conocer la historia de Chile y del Río de la Plata simultáneamente en este período. Porque, en realidad, lo que estos hechos nos dicen es que en 1832 se estaría librando en territorio neuquino la última de las batallas por la independencia, y no en Bolivia, en Ayacucho, que es lo que en general nos enseña la historia conocida.

En la costa atlántica, entretanto, el Fuerte del Carmen va a sufrir una serie de cambios políticos. Va a ser primeramente lugar de confinamiento de presos, básicamente de presos políticos españoles después de la revolución de mayo de 1810. Se conserva en manos realistas hasta 1814 en que es recuperado por el Almirante Brown. Recién después de 1820 va a sufrir una reforma política y administrativa dirigida por el comandante José Gabriel de la Oyuela con el objeto de incentivar el repoblamiento del lugar. A esos fines se entregan solares y chacras –no sin mediar negociados- y se establecen gravámenes a la entrada de sal extranjera para propiciar explotación de las salinas del lugar. No les voy a contar a Uds. la importancia del puerto de Carmen de Patagones a causa del bloqueo durante la guerra con el Brasil, así como la victoria popular que implica en la historia del este lugar la derrota de los brasileños y la recuperación del Cerro de la Caballada.

De todos modos, cabe recordar que la vida en el fuerte era muy precaria porque el abastecimiento por mar era muy irregular, casi diría que no existía y, como decía Jorge Bustos, el Carmen era un lugar “más acá de la frontera”. Salvo el avance del gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en 1823, cuando se funda Fuerte Independencia –luego Tandil-, el territorio del sudoeste bonaerense era todavía territorio de indios, donde la fundación de Carmen de Patagones sólo fue posible con acuerdo de los caciques. De hecho, ante al avance del gobernador de Buenos Aires, los caciques responden activamente frente a lo que consideran una invasión sobre su propio territorio.

Aquí se da esa interesante simbiosis, un fuerte que sobrevive del contacto con el indígena, lo cual implica incluso la compra de ganado que proviene de los malones sobre las estancias bonaerenses, que vuelve a reingresar a Carmen de Patagones como la posibilidad de subsistencia del fuerte. Además de ello, caben destacar las estrategias que las dos sociedades desarrollan en este mundo de contactos. La sociedad blanca, por su parte, no tiene la fuerza suficiente como para adoptar una actitud decididamente ofensiva en un momento donde se abren muchos frentes de conflicto. Por la otra, creo que cabe considerar que todavía la inserción de nuestro país en el mercado internacional es relativamente débil y rudimentaria. Es decir, Argentina es todavía, en la primera mitad del siglo XIX, un mercado consumidor de manufacturas más que productor de materias primas y alimentos. Se bien se comercializa cuero, sebo, después lana, la inserción en el mercado mundial no es todavía lo suficientemente importante como para necesitar expandir las áreas productivas y avanzar sobre territorio indígena. Por ello los gobiernos de Buenos Aires se contentan con mantener una frontera más o menos estable y convenientemente neutralizada.

Recién alrededor de 1880, cuando se planifica la expedición de Roca, la inserción de nuestro país en el sistema capitalista internacional es más sólida y, por lo tanto, requiere de un avance más decidido sobre territorio indígena para ampliar las fronteras productivas y, consecuentemente, aumentar la producción de ganados. Hasta entonces, buena parte del abastecimiento del Fuerte del Carmen tiene que ver con la buena relación con los grupos indígenas. Relaciones que incluso tienen un alto componente de reciprocidad. Si uno lee la obra de Dorbigny, el naturalista francés que estuvo viviendo por varios meses en Carmen de Patagones, se visualiza eso muy bien. Puede verse con claridad ese mundo de frontera que venimos describiendo, funcionando con su propia dinámica y con gran complejidad.

La expedición de Rosas ya implica cambios muy importantes, porque Rosas, como representante de otro proyecto de expansión de la provincia de Buenos Aires, logra con su llegada a Choele-Choel que los más importantes caciques de la norpatagonia, como Chocorí y su hermano Cheuqueta, abandonen el control de la isla, punto crucial en las comunicaciones y en el comercio de ganado hacia Chile, y se trasladen a la cordillera. Luego, la otra estrategia del gobierno bonaerense fue consolidar lo que se llamó el “negocio pacífico de indios”; es decir, ir incorporando algunos grupos como “indios amigos” o “indios aliados”, lo cual le permitía defender la posición de Carmen de Patagones. Así como Chocorí y Cheuqueta entran en este tipo de política, también lo hace Sayhueque, hijo de Chocorí, quien va a ser reconocido oficialmente como Gobernador del País de las Manzanas, en el sudoeste del actual Neuquén.

Una historia interesante, en este mismo sentido, es la de José María Bulnes Yanquetruz -llamado así por el comandante chileno que venció a los Pincheira-, quien es hijo de Cheuqueta, Criado en Chile, supuestamente cautivo, va a desempeñar tareas de criado de algunas familias en Chillán hasta que, finalmente, huye de Chile y se refugia de este lado de la cordillera en las tolderías de Calfucurá, el cacique por excelencia de las Salinas Grandes, en el área de la Pampa, que además es nacido en la zona de Yalma, también en el occidente de la cordillera. Muy pronto se enemistan, porque José María Bulnes Yanquetruz es muy joven, tiene veintiséis o veintisiete años y tiene una capacidad de liderazgo muy marcada, con lo cual aparece rápidamente como un posible competidor de Calfucurá. En 1852 asume el cacicato de su padre Cheuqueta, cuando éste muere, y se establece en San Javier, en las cercanías del Fuerte del Carmen. La presencia de este cacique en San Javier nos está mostrando perfectamente estas estrategias, porque va a lograr una reconciliación con los grupos tehuelches estableciendo excelentes relaciones con la población del lugar. A través de sus caciques subordinados, incluso su propio tío Chocorí, va a conseguir, gracias a su capacidad de liderazgo y a su relación con los habitantes del fuerte, manejar muy bien diversas situaciones de la cotidianeidad fronteriza.

Por supuesto que el tenor de estas relaciones debe interpretarse también como una estrategia de ubicación y supervivencia de los caciques frente al cambio de situación política. A nivel nacional se ha dictado la Constitución, pero la Provincia de Buenos Aires se ha separado de la Confederación. La presidencia de Urquiza se ejerce sólo sobre trece provincias, pero Buenos Aires permanecerá separada del conjunto nacional por cerca de diez años. Como parte de esta secesión, Urquiza se ha aliado con Calfucurá, a la vez que el comandante de Carmen de Patagones lo ha hecho con Bulnes Yanquetruz, enemigo de Calfucurá. Entonces, pueden verse claramente las estrategias que estamos describiendo. Del lado de la sociedad blanca, cómo ir posicionando su relación con los caciques a la hora de las diferencias internas que el propio proceso de construcción política nacional presenta. Por el otro lado, la estrategia indígena de ir acercándose a uno u otro grupo político en función de ver cómo se adecuan y cómo resisten, porque no dejan de ser formas de resistencia, a una situación que está cambiando a pasos acelerados. Les voy a leer una descripción de Yanquetruz que hace el viajero chileno Cox que me parece muy gráfica sobre los tipos sociales que encierra el mundo fronterizo. Dice así:

“Era en ese tiempo un hombre de veintiséis años de edad. No era alto pero tenía una figura imponente y de frente desarrollada. Su rostro, aunque feo, era dotado de mucha expresión de franqueza y de audacia. Era muy magnifico en sus vestidos, casi siempre, me dijeron los que lo habían conocido, llevaba casaca fina, sombrero blanco, con un chiripá azul y calzoncillos bordados. Nunca quitaba su sable, el cual con las cabezadas, avíos, frenos, canelones, estriberas y estribos, todo era de plata maciza. Le gustaba también que los mocetones que le escoltaban anduvieran tan magníficos como él”.

Sucesivos gobiernos les van a ir reconociendo a estos caciques dominios territoriales, lo cual también forma parte de la estrategia del blanco para ir neutralizando la segmentación del poder político indígena en las zonas más alejadas de su control, a la vez que generar un espacio de freno a una posible expansión chilena. Una situación de ese tipo se presenta con Valentín Sayhueque, primo de Bulnes Yanquetruz. Este cacique, Gobernador de las Manzanas –llamada así por las manzanas silvestres que trajeron los misioneros jesuitas, con las cuales se hacía una chicha muy cotizada-, había heredado la condición de indio amigo de su padre Chocorí, en tanto que en un tratado de paz había prometido defender a Carmen de Patagones de cualquier ataque enemigo. Cuando Musters describe a Sayhueque en su campamento de Caleufu –en las proximidades de la actual localidad de Junín de los Andes-, lo compara con cualquier dueño de estancia de la frontera bonaerense, un criollo de campo, que viste con bombacha y sombrero. Cuando este cacique se entera de que se está preparando la campaña militar de Roca, le escribe una emocionante carta al presidente del Consejo de la colonia galesa de Chubut, Lewis Jones, y le dice lo siguiente:

“Le pido que interceda ante el gobierno para asegurar la paz y la tranquilidad de mi pueblo, pues mis tierras y mis animales me han sido arrebatados. Aún cuando yo no era un extraño de otro país sino un criollo noble, nacido y criado en esta tierra y un argentino leal al gobierno. Yo, amigo, nunca realicé malones ni maté a nadie, ni tomé cautivos”.

Una situación similar se da con Casimiro. Casimiro es un niño que se cría aquí, en Carmen de Patagones, porque su madre lo vende a un comandante del Fuerte –Bivois, de ahí su nombre: Casimiro Biguá- y a los trece años vuelve a las tolderías. La historia de Casimiro es una historia muy vinculada a la de Carmen de Patagones. Lo nombran teniente del ejército nacional en 1866 a la vez que la sociedad indígena lo reconoce como jefe supremo de todos los tehuelches. Es decir, esa actitud de reconocimiento territorial tiene que ver con el proceso de fortalecimiento del Estado, hasta que los sectores dominantes se sientan lo suficientemente fortalecidos como para dar la ofensiva final. Esto nos permite entender por que la primera parte de la ofensiva de Roca no toca a estos caciques. Recién en 1885, con la campaña de Villegas, Sayhueque es derrotado y se rinde en Junín de los Andes. Es el último cacique que se rinde a las fuerzas nacionales.

Esto nos está mostrando un panorama de una complejidad distinta a la que tradicionalmente estábamos acostumbrados a ver. Nos permite, por un lado, ir derribando la idea de esa línea de frontera entre “bárbaro” y “civilizado” y, por el otro, nos permite ver claramente que no se puede construir historia nacional si no se incorpora simultáneamente la historia de la sociedad indígena y la dinámica de sus relaciones con la sociedad blanca. En síntesis, nos muestra la necesidad de revisar nuestra historia nacional y regional para que gane en poder comprensivo y en profundidad.

Para cerrar, se me ocurre recuperar dos cosas que parecen importantes. Una es la idea que venimos corrigiendo de que la historia de la Patagonia, en términos de historia oficial, empieza en 1880. Pero no sólo que empieza en los ochenta, sino que además se construye a partir de ciertos mitos fundantes muy reafirmados como, por ejemplo, el de un poblamiento y ocupación social del espacio que habría seguido el mismo sentido de las tropas de Roca, en dirección este-oeste. La ocupación de la Patagonia se había dado, según esta versión, exclusivamente desde el Atlántico También teníamos una idea generalizada de que la expansión ovina había permitido la incorporación económica definitiva de la Patagonia. Hoy sabemos que existen varias Patagonias. Cuando se reconstruye el proceso histórico de las áreas andinas se observan realidades absolutamente distintas: se ve la supervivencia del comercio vacuno con el mercado del Pacífico, se ve la importancia de las migraciones chilenas, migraciones que entran por los pasos accesibles de Neuquén llegando incluso hasta Chubut y Santa Cruz. Es decir, la historia se complejiza mucho con esta mirada desde adentro de la región misma.

El otro tema que quería recalcar, vinculado al mismo proceso, es esa otra imagen que tenemos de que a partir del ochenta la penetración del Estado es absolutamente exitosa en la Patagonia. Es decir, una de las cosas que pasan es que el indio se invisibiliza y, cómo recién decía Jorge, el indio es presente todavía. Existe la sensación de que, producido el avance militar del ochenta, el indio desaparece, Sin embargo, la sociedad indígena ocupa distintos espacios en la Patagonia junto a otros sectores sociales subalternos, muchas veces marginados del proceso económico-social.

Es decir, también hay que revisar esa idea de un Estado muy presente en la Patagonia, cuando hay evidentes ausencias. Por un lado, por ejemplo, vemos un discurso poblador muy fuerte en los sectores oficiales de fines del siglo XIX y principios del XX. Se dice, por ejemplo, respecto de la Patagonia, que las fronteras hay que ocuparlas con población como forma de afirmar la soberanía nacional y, para ello se distribuyen las tierras públicas en el área limítrofe con Chile aplicando la ley madre de la inmigración y colonización argentina, la llamada “Ley Avellaneda” de 1876. Ahora, cuando nosotros estudiamos quienes son los beneficiarios de esas concesiones para colonizar encontramos que, en su gran mayoría, se trata de personajes muy vinculados a la órbita del poder porteño. En Neuquén hay un caso que yo siempre señalo y que se los voy a contar muy brevemente porque es el ejemplo más característico la situación que venimos describiendo Por esta ley de colonización se entregaban hasta 80.000 hectáreas por concesión con la condición de que luego se incorporara población, es decir se generara una poblamiento efectivo en las áreas de frontera. Sin embargo, bajo estas condiciones, hemos encontrado entregas de casi 400.000 hectáreas de las mejores tierras de Neuquén a miembros de una sola familia: la familia Uriburu. Francisco de Uriburu, ministro de Juárez Celman, recibió 80.000 hectáreas para colonizar, en tanto que iguales superficies recibieron su prima hermana y esposa, Dolores Uriburu de Uriburu, su hija Elisa Uriburu de Castells, y su nieto, Luis Castells, que además era yerno de Julio Argentino Roca.

Cuando se estudia el proceso de distribución de tierras públicas se observa entonces un Estado que, por una parte, tiene un discurso poblador donde aparece claramente la idea de fomentar la colonización y, por el otro, una entrega displicente de esos mismos territorios a presuntos empresarios colonizadores que nunca poblaron ni conocieron siquiera las tierras que debían colonizar. Veinte años más tarde, en 1891, el propio Estado dictó otra ley que les donaba las tierras transformándolos en propietarios habilitados a vender sus superficies, cosa que de hecho hicieron, la mayoría de las veces a compañías de capitales extranjeros.

Lo otro que quería recuperar para el cierre es algo que mencioné en una historia de la Patagonia que escribí no hace mucho. Allí decía que había empezado el libro con la imagen de “desierto” transmitida por Darwin, de una Patagonia castigada por la esterilidad; y lo cerraba con un artículo muy reciente de una prestigiosa publicación de circulación internacional, la revista National Geographic. En ese artículo se incluyen unas fotografías excelentes de la Patagonia, muy impactantes, a página completa, donde la imagen que se repite vuelve a ser la de un “desierto”. Una Patagonia que, según dice el periodista, nuevamente está esperando a los inversores extranjeros que sepan descubrir sus verdaderas cualidades y recursos. ¿Qué muestran las fotografías?: un galpón lleno de cueros ovinos ennegrecidos por las cenizas del Hudson, un camino perdido en la meseta patagónica con un cartel de Vialidad Nacional partido en dos. No hay una sola persona en estas fotos. Creo que son este tipo de cuestiones –que no son ingenuas- las que debemos insistir en corregir y, para ello, considero muy valiosa la iniciativa que hoy nos convoca y nos permite reconstruir estos procesos desde adentro, dándole condición histórica a esta región y cuestionar esa imagen de desierto, mostrando lo que la Patagonia es, por encima de toda la mística que la rodea.

Leer disertación de Pedro Navarro Floria