La Tramoya del tiempo y de la muerte
Fuente: Agencia Periodística Patagónica (App).
Viedma.- (APP) Un libro de relatos, donde el autor nos advierte desde el título que la recopilación reúne “cuentos y textos”, trazando una línea divisoria entre la ficción y el ensayo, pero sin establecer fronteras infranqueables, proponiendo avanzar hacia los descubrimientos.
(Por Carlos Espinosa)
Un libro que arranca con una declaración, en forma de poema: “este hombre que yo digo rechazaba el reloj, el almanaque, la crónica y la historia (…) creía, más bien, que un tramoyista celeste manejaba el transcurso de la vida de acuerdo con sus humores”.
Un libro con una primera escena que se describe así: “no he vuelto a ver a esa mujer que me besó en el ascensor. Ninguna mujer me había besado así jamás”.
Se trata de “La tramoya del tiempo y de la muerte, cuentos y textos” de Héctor Raúl “Gato” Ossés, editado por Remitente Patagonia, con 135 páginas. Una propuesta sugerente, por cierto.
El Gato Ossés es un buen tramoyista narrador. Como muestra: “yo sé que dejé cosas olvidadas en cuartos de hoteles, pero no sé dónde están esos hoteles. No recuerdo tampoco qué cosas dejé”. Conviene darse una vuelta por el diccionario para recordar que la tramoya es el conjunto de mecanismos que sirven en el teatro para efectuar los cambios de decorado y efectos especiales, por ejemplo las sogas de los telones, o las puertas trampa disimuladas sobre el tablado. Pero también el orientador lingüístico indica que puede interpretarse como “la parte que queda oculta en un asunto o negocio”. En suma: la literatura narrativa está naturalmente poblada de tramoyas, y Ossés –cantor sureño con fundamento- transita por esa especialidad con solvencia.
No se trata de una compilación sobre cuestiones únicamente patagónicas, como ocurrió con su libro anterior “Patagonia, ficción y realidad”, que ya registra dos ediciones, una de ellas bilingüe entre el castellano y el inglés. Además, en este caso, el Gato se lanza casi plenamente al terreno de la ficción. Pero hay trasfondo real en muchas de esas historias, se perciben así los latidos de seres vivos y desangelados, de esos que suelen pasar a nuestro lado sin que tengamos exacta percepción de sus existencias. Personajes palpables, que respiran nuestro aire.
Hay tres capítulos claramente diferenciados. Que se ocupan del tiempo, de la muerte y de temas patagónicos, finalmente. La intensidad es variable, como lo es la marcha por los caminos del sur que tan bien conoce el Gato. Hay rectas infinitas de andar seguro y veloz, pero se asoman riesgosos precipicios y curvas de final enigmático, donde el lector tiene que estar exageradamente atento. Conviene no perder detalles, el viaje a través de este libro es un ejercicio de lectura y comprensión. Ossés no regala nada.
En la primera parte hay que andar entre esos ambulators que reclaman comprensión, piedad y justicia, que son amables y amados, pero resisten con valor y astucia ante los peligros de una ciudad gótica reconocible y atroz. Con hambre a cuestas.
Hay otros relatos, todos con vibraciones encendidas, recuerdos que se pierden en el tiempo “como lágrimas en la lluvia”, tiroteos nocturnos y sobrenombres-máscaras al sol, espejos y otros, muchos otros. Porque la variedad enriquece, y el autor se puede lucir.
La pimienta de Cayena (“que explota en mi cabeza como un racimo de fuegos artificiales”) y otras especias de olor penetrante, el fluido Cooper impregnado en la arpillera, el pan casero de la infancia (“el agua para hacer el pan debe tener el calor y el sabor de una lágrima”; “el aroma del pan recién hecho es el olor de la vida”), un sinfín delicioso, situaciones en la tramoya del tiempo.
Destaco uno de los cuentos: “El nadador”. Clima costumbrista, aire de pueblo chico, personajes proyectados sobre un telón desteñido por amaneceres y ocasos sin alternativa. Breve y fuerte definición del paraíso infantil “cuando los padres eran esa capa de ozono que nos protegía del mundo”. Nostalgia, revelaciones propias de esa edad de cotidianas sorpresas, la estufa a querosene en la sala del cine. Referencias a esa ciudad de Buenos Aires lejana, intrigante y temible “un lugar que no estaba en ese mundo”. Maravilloso.
Más adelante, siempre en el primer capítulo, en el relato “Tiempo quieto, tres tiempos” Ossés exhibe en pleno su capacidad de tramoyista. A la cita del principio de este comentario, la de las cosas olvidadas en hoteles olvidados, le agrego otro extracto: “eran cuartos caóticos abandonados en desuso con decorados insípidos, sosos. Y en los sueños aparece esa angustia de lo irrecuperable, de la desmemoria. ¿Adónde volver?”. ¡Excelente!
Concluye esa parte con “Estereofonía”, que transcurre en Cañadón León, otro pueblo de la infancia del Gato. Nada puedo anticipar. El remate es veloz y preciso, como un rayo que despabila la serenidad nocturna. Sorprende.
El tramo siguiente es el de la muerte. Que abre así: “Adiós, el tiempo es la serpiente lenta, fatigada, y la huella del hombre es apenas esa línea efímera que deja en el polvo la lombriz, la culebra”. Y después otros once cuentos donde la trama crece y multiplica en tensiones y sentimientos, haciendo vibrar vida y muerte, en el tiempo suspensivo.
En “Tempo” el protagonista habla de su madre muerta –“yo creía que esta anciana asmática, que nunca levantó la voz, sería eterna”- y dice que era “una mujer contumaz, reincidente en décadas, en porfía permanente contra el calendario”; que “todavía está en el aire el barrilete que ella remontó ya ni sé cuándo”; y que, como consecuencia de esa muerte sin llegar “aún permanece la indecisión en los espejos, se demoran un instante, como si estuvieran esperando otra figura, otro cuerpo”.
Todo extracto de un texto es siempre arbitrario. Tomo aquello por allá y esto otro por acá, el objetivo es ilustrar esta nota, interesar a probables lectores del inquietante libro del Gato Ossés. Así, por caso, en “Un soldado de San Martín” nos presenta a Juanario Luna, un olvidado héroe del combate de San Lorenzo, tan olvidado que “para esta clase de soldados la muerte no es lo peor”. Y hay espacio, también, para uno y para todos los soldados de Malvinas en “Si ellos callaran, hasta las piedras gritarían”, porque “Malvinas (como los glaciares, como los pueblos originarios) adquiere visibilidad para curar las penas del olvido. Para sanar los descuidos de la historia escrita por el centralismo”.
Por último el capítulo llamado “Patagónicos”, el más breve por otra parte.
Se encuentra allí “Wilcan”, un relato policial con profusión de textos sumariales acerca de un dramático hecho de sangre, que desencadenado por cuestiones mínimas llegó al paroxismo de la violencia cuando un hombre mató de un hachazo en la cabeza a su propio padre.
La crónica es precisa y, por momentos, exasperante en detalles. “Apreciando que la parte del rosto y zona del cráneo en forma completa encuéntrase destruida, sin masa encefálica, notándose únicamente maxilar inferior, hallándose el cuerpo vestido con botas de cuero negro, bombacha de hilo del mismo tono –prenda del atuendo rural- camisa cuadrillé y dos camperas.” “El día tres como a las dos menos cuarto de la tarde llegó afligido Juan Wilson y me dijo: Rosario se volvió loco y me mató al viejo”. La muerte se instala en los papeles forenses y al escritor tramoyista parece que no se le mueve un pelo, copia y pega. El cuento exhala el olor acre de la morgue.
Otro recorte más, para el final. El caso de “Doña Félix”, que se asoma en los recuerdos como “mujer difusa vestida de negro –no de un negro femenino- de bombacha de campo y botas o alpargatas, saco negro requintao, camisa blanca, pañuelo al cuello y gorra de vasco”.
Profundiza en la descripción. “Dicen que cierta vez, a la tarde, estando ella en la cocina de los peones y con los trabajos del día concluídos, alguien le dijo: Pase pa la casa Doña Félix que allí están cocinando y haciendo algo para la gente. -¡No! (dicen que dijo) eso es cosa de mujeres”.
El relator la busca en el hospital de Pico Truncado y mantienen varios encuentros donde Doña Félix le confirma algunos aspectos de su vida, en torno al proceso de masculinización posterior a varios maridos que supo tener, esa compleja transición entre Felicinda Salvo y Doña Félix. “Lo que hicieron mal mis compañeros fue dejarme sola” dice, sentada en una cama hospitalaria. No hay trucos en esta historia, todo es lineal, simple y lineal. El autor nos deja a solas con Doña Félix y se aleja en puntas de pie.
“Mientras dure la astilla arrancada a la tarde la eternidad te abraza”. Estas son las doce últimas palabras de este libro de Héctor Raúl “Gato” Ossés. El viaje terminó, uno se siente un poco aliviado y, también, un poco triste. Porque terminó el itinerario de los descubrimientos.
Carlos Espinosa, vive en Carmen de PATAGONES, periodista y cronista de temas patagónicos, autor del libro de relatos «La sequía y otros…» Nota publicada en Agencia Periodística Patagónica.