Un soldado de San Martín

Es el instante previo a toda claridad. Un momento inasible (porque es breve, veloz) más bien la fracción de un instante, en que aparece el primer rayo de luz. La sombra está a punto de iniciar su retroceso. Tardará en regresar porque estamos en pleno verano y, tal vez, cuando regrese, el soldado Juanario Luna ya no estará vivo. Pero ahora, en este breve pasaje de la madrugada, él está junto a su caballo (un zaino grande) con la mano derecha tomando la rienda cerca del freno. El jinete está sereno, por lo tanto, el caballo está tranquilo.

Amanecerá. Se nota una expectativa en el follaje, en las altas ramas. El pasto se endereza húmedo todavía.

El mate cocido con galleta le cayó bien. Tiene el cuerpo en armonía, el peso justo del sable, el morrión le cae cómodo, el uniforme, las botas; todo forma un conjunto equilibrado entre la ropa, la piel y la musculatura.

El ganado está dejando los dormideros. Desde el río se oyen voces; hay un gran movimiento, embarcaciones, soldados realistas que suben la barranca y comienzan a formarse para atacar; presumen que el edificio está abarrotado de todo tipo de enseres, de materiales, de alimentos. Fuera de la vista de los saqueadores, detrás de las enormes paredes del Convento de San Carlos, dos columnas de granaderos están preparadas para atacar. Es el bautismo de fuego del recién nacido Regimiento de Granaderos a Caballo. La que sale por la izquierda será conducida por el coronel San Martín y la otra (la que rodeará a los invasores, la que castigará la retirada) está al mando del capitán Bermúdez.
Han orinado. Se dio la orden de mear.

Mira hacia atrás: a su espalda está Baigorria, otro puntano, adelante, pegado a San Martín está el correntino Cabral. Juanario Luna, puntano también, llegó a Buenos Aires conchabado en una tropa de carretas con cargamento para los almacenes del señor Escalada, padre de Remedios. Pidió trabajo y ahí quedó.

En una de las visitas de San Martín a su futuro suegro, el coronel lo vio a Juanario. El porte de ese muchacho era la clase de soldado que tenía en mente para el futuro regimiento. Pocos días después lo mandó a llamar y le ofreció enrolarse. “Su patrón ya sabe” (le dijo). Así, entró de lleno a un entrenamiento intenso con disciplina absoluta. Un granadero a caballo tiene que ser un soldado excepcional, la cabeza siempre en alto y orgulloso de su divisa. Juanario es un soldado con las características que exige San Martín. Hasta ahora no había tenido tiempo de extrañar el pueblo. Su mama tenía la noticia de que se había quedado en Buenos Aires. Él le encargó al capataz de la caravana que se lo dijera. Pero, en este preciso momento, se da cuenta de que ella no está anoticiada de su destino militar.

Los realistas están cebados. Son continuas las incursiones por el Paraná para saquear estancias, poblaciones, robar víveres, ganado, grano, aves y todo lo que puedan arrebatar para alimentar a los sitiados de Montevideo. Esta madrugada han elegido desembarcar aquí, en esta pacífica pradera. No saben, que, a partir de hoy, no habrá nuevos desembarcos, que comienzan un largo ayuno que terminará en derrota.

Se dio la orden de montar y desenvainar en el más absoluto silencio. Los caballos estaban frescos y livianitos. Se los habían entregado la tarde anterior para cambiar a los que habían sufrido el largo viaje desde Buenos Aires.

Se dio la orden y sonó el clarín ordenando “a la carga”. La columna de Juanario iba a entrarle de frente al enemigo, sable en mano. La otra ala la iba a encerrar por atrás.
En un instante difícil de mensurar, el silencio se convirtió en tumulto, el silencio estalló (se desenvainó); el tropel de los caballos a todo galope, los gritos de valor, las puteadas, los disparos de los realistas, (esa catarata contenida de expresiones bélicas) desbordó de pronto y sacudió hasta los cimientos del mismísimo convento. El aire se llenó de olor a pólvora. Los sables castigaban de derecho y de revés tal como aprendió el coronel en sus campañas europeas. Los realistas estaban armados de metralla y de mosquetes con bayoneta calada.

El desparramo de realistas fue colosal. La velocidad de la carga (además de inesperada) definió el combate desde el principio. Pero, por más que los planes buscan reducir el margen del azar, nada se descarta en un combate. Uno de los pocos disparos de metralla mató al caballo de San Martín en el centro, en el ojo mismo de la pelea. Juanario vio que Baigorria y Cabral habían desmontado y trataban de levantar la parte delantera del caballo para hacer un resquicio que le permitiera a San Martín sacar su pierna parcialmente aprisionada. Taloneó al zaino y se acercó repartiendo sablazos a diestra y siniestra. Los realistas querían hundir sus bayonetas en el cuerpo del coronel. Juanario despejó el lugar y bajó de un salto. Entre los tres hicieron la fuerza necesaria y el coronel se puso de pie.

Baigorria y Cabral estaban heridos. Es que el enemigo se había concentrado por un momento para atacar al oficial caído. El coronel miró a los granaderos en un momento intenso de comunicación visual que lo decía todo, montó otro caballo, y siguió peleando en un combate que, al fin, iba a durar quince minutos.

Juanario tenía una herida muy fea en la espalda. Tuvo la certeza de que se iba a morir. No sabía bien como era la muerte, pero sintió clarito que, en su primera pelea, con su primera herida, se terminaba su destino de granadero. Alcanzó a ver la entrada del capitán Bermúdez y se dejó caer.

– Muero contento mama (murmuró), los derrotamos. Fueron sus últimas palabras.
Nadie lo escuchó: todos estaban sableando a los realistas que se retiraban, que se arrojaban al río desde lo alto de las barrancas.

Mucho tiempo después, en los libros de historia (que mencionan la probable muerte del granadero Baigorria), se escribiría que el heroico soldado Cabral había gritado, antes de morir: ¡Muero contento, hemos batido al enemigo!

La coincidencia es probable, porque ambos pertenecían a ese regimiento entrenado en la más estricta disciplina, de una alta moral militar.

Para esta clase de soldados, la muerte no es lo peor.