Alberto Améstica, adiós maestro.
Keith Richards guitarrista de la banda de rock The Rolling Stones, le disputa el protagonismo a Mick Jagger en cada recital. Será por eso que los escenarios cuentan con las dimensiones necesarias para contener ambos egos. Aunque se trata de un género diferente, todo lo contrario sucedía entre Nicolás “Colacho” Brizuela y Mercedes Sosa, por ejemplo. Guitarrista de Mercedes durante muchos años, siempre se mantuvo en esa discreción que tuvieron, también, otros violeros de La Negra. Tocaba sentado, donde los reflectores dejan una penumbra. El Chino Contreras, guitarrista y director de mi banda siempre dice: “El violero está para asistir al cantor”. Un hilo invisible une la luz tenue del violero con la figura iluminada de quien canta.
Hoy, muerto Alberto, al escribir esta nota, esas palabras cobran sentido. Estoy hablando de un artista que a lo largo de su carrera siempre eligió la penumbra del escenario, alejado de las luces, y que tocaba sentado (salvo excepciones) asistiendo al cantor o al bandoneón. Un gran guitarrista en diferentes técnicas: punteos de primera o de segunda guitarra (como hacían con Juan Carlos Oliva); acompañar a cantantes de tango con la viola ofreciendo acordes complejos, disminuidos y aumentados, ritmo, arreglos para completar el fraseo del cantor y otros recursos propios de un maestro que obtenía, de las seis cuerdas, armonía y belleza. Ahí estaba su protagonismo.
Con Elena (esposa del querido Aníbal Améstica) y con Alejandra Améstica, su hija, tratamos de armar el rompecabezas de una historia inabarcable, precisamente por el bajo perfil del personaje que, no obstante, vivió querido y admirado por todos. No guardaba afiches ni recortes, ni fotos ni recuerdos. En cambio, nosotros, estamos en todas las apps y tal vez nunca alcancemos la dimensión humana de Alberto Améstica.
Logramos reconstruir su paso por el Teatro Municipal Presidente Alvear de la avenida Corrientes. En un video casero en el que conversan Alberto y Aníbal, aparece la anécdota. Él tocaba con otros músicos en este teatro y estaban ensayando en el camarín cuando apareció Luis Medina Castro, que actuaba en la obra de Vaccarezza “Tu cuna fue un conventillo”. El espectáculo estaba a punto de comenzar, pero Luis tenía un problema: algo había pasado con su guitarrista y tenía que cantar, sí o sí, una milonga. (Era “Milonga de dos hermanos” de Borges y Guastavino).
El bandoneonista, que conocía al actor, le dijo: “Pero acá, Alberto, te puede acompañar”. Alberto le preguntó la nota (era en Re) y la ensayaron un poquito. El actor respiró aliviado y le dijo “¡gracias, maestro!”. Esto a Alberto le pareció una exageración y en el video, le dice a Aníbal “viste como te dicen allá… maestro”. Creo que Alberto terminó haciendo el espectáculo junto a Medina Castro, durante tres semanas. En este diálogo entre hermanos, casual, Alberto lo nombra al guitarrista, Martín Zabalúa, que efectivamente figura en los afiches de “Tu cuna fue un conventillo”.
Podríamos decir que tocó con María Garay, Héctor Pacheco, Jorge Valdez y quién sabe cuántos más. Todo está escrito en la penumbra de un artista que viajaba por debajo de la superficie de la corriente del espectáculo, un submarino de la música.
Mejor sería decir que tocó con Manuel Ravallo, siempre. Coincidían en dos cosas: eran dos maestros y no se querían ir de Río Gallegos. Todo lo que falte lo agregarán, y corregirán, con seguridad, los que lean y comenten esta nota.
En un viejo recorte (milagroso) de “El Patagónico”, un diario de Comodoro Rivadavia, el 24 de enero de 1971, un cronista le hace un reportaje para conversar sobre su actividad de bailarín. La nota comienza diciendo:
“Con una sencillez propia de …”
Y cuenta, Alberto, sus experiencias. Por ejemplo, en el “Cuarto Festival de Folklore Sureño” de Pehuajó en diciembre de 1970, se consagró campeón nacional. A partir de entonces, se hizo especialista en malambo sureño, un género que excluye la acrobacia y el sonido en la madera del tablado. Solamente trabajan las piernas y especialmente los pies. Las mudanzas son finas y delicadas (se baila con botas de potro) y, precisamente, como en la guitarra, Alberto “estiraba” las mudanzas conocidas y las llevaba a un terreno que no había sido visitado por otros bailarines. O que nosotros no habíamos visto. Quedó, en su historia mítica no escrita, que El Chúcaro y Norma Viola lo invitaron a integrar su ballet. Tal vez, como Ravallo, que fue llamado por diversas orquestas, prefirió quedarse en Río Gallegos.
A fines de los ’60, Alberto y yo, y un locutor muy conocido por ese entonces, estábamos en el elenco de un cabaret de la Avenida Roca, cerca de la Perito Moreno. Cuando terminaba el show, salíamos a la calle a jugar con nieve, de traje, corbata y bien peinados. Río Gallegos era una pequeña ciudad y la nieve y la escarcha un regalo del cielo.