El tiempo es tenaz (2002, A&Cultura LOA)


El tiempo es implacable y no tendrá piedad con este nuevo milenio por más tecno que parezca; se lo comerá lentamente como se devoró al cretáceo y al jurásico, al secundario al terciario y al cuaternario. El tiempo no ha tenido piedad con nada, últimamente.
El día dura una mañana, o a veces un instante de la tarde, nada más. En vano busca el hombre estirar la vigencia de un número convenido de almanaques y relojes. El día se consume con el primer aroma de jazmines. La tarde se muere con un mate. La noche es un suspiro, un entresueño, un breve paso de la luz a las tinieblas, un puente azul de tránsito fugaz. Imposible rescatar del naufragio cotidiano algo más que un sonido, una palabra. El segundo, la hora, el mes, la década transcurren. Nadie está a salvo. Porque el tiempo es nacimiento y erosión, aspereza y lisura, apogeo y caída. La eternidad es un río que fluye, pero no sabemos si ese río nace en el pasado, o como dice Unamuno, viene desde su manantial que es el mañana eterno. Las miradas sobre el paso insobornable de este río suelen ser diferentes (más o menos como aquella del medio vaso vacío o medio lleno). Algunos se desesperan porque no pueden dejar de mirar, de observar, de sentir en cuerpo y alma cómo la arena incesante les esmerila la vida hasta hacerlos desaparecer. Saben, como sabemos todos, que van a desaparecer. Pero sufren a lo largo del camino la ominosa certeza del día final. Otros utilizan ese pequeño azar que nos concede Dios, Tao, el cosmos o quien sea, para gozar la vida sin jorobar a nadie. Entre estas dos categorías extremas hay todo tipo de variantes. Los otros seres vivos, pienso yo sin conocer el alma de las plantas y de los animales (si es que la tienen), viven un eterno presente. Nosotros sabemos que el árbol del patio lo plantó nuestro viejo cuando la abuela era joven. ¿Lo sabrá el álamo?

“El tiempo es sólo tardanza de lo que está por venir”
La impronta de los días.

El tiempo es un péndulo en movimiento perpetuo que toca la vida y la muerte. Vida, muerte, vida, muerte, vida, muerte. Y nuestra vida, ese viaje del péndulo de un extremo a otro. Por más que se rechace el reloj y el almanaque, la crónica y la historia; aunque no se acepte la sucesión burocrática de lo claro y de lo oscuro, el tiempo va, y los días van dejando en nosotros una marca indeleble que se nota cada tanto. El espejo es el vocero desalmado que remite su mensaje justo allí, a ese espacio de la conciencia, donde nadie se engaña. No queda otro remedio que hacer un acuerdo honesto con la eternidad y aceptar con alegría esa mínima porción que nos toca en el reparto. Hay, sin embargo, posibilidades de eludir al tiempo. Son pequeñas batallas, escaramuzas, (David contra Goliat): por un lado, están los sueños que, a pesar de que morirán con nosotros, nos conceden la chance de vivir en un espacio que no es de este mundo. La otra alternativa son las navegaciones que nos procuremos a través del fluir de nuestros pensamientos y que pueden llevarnos al infinito sin que el tiempo se percate de la trampa. Son “pulsos libres” que la eternidad no contabiliza. Pero al fin, ninguna treta por ingeniosa que sea impedirá que sólo vivamos lo que nos toque vivir. Ni un minuto más. Ni un instante menos. Después de todo se dice que quien ha visto el presente ha visto todo: el profundo pasado y el ignoto futuro. Vivamos este día, que es el mismo día que se repetirá infinitamente, estemos o no estemos nosotros.