La chupilca de El Mugre

Chupilca
El Mugre estaba manguereando la mezcladora; le quitaba los restos hipnotizado por la fuerza del chorro que licuaba la mezcla y dejaba limpita la superficie metálica. Era una mezcladora chica, de ciento veinte litros. Recién habían terminado la losa. Así que, mientras estaba concentrado en ese chorro concentrador de asociaciones, los muchachos se iban yendo: “Chau Mugre”, “Chau, Tamañana, Novemo”.
Como se acostumbraba en el Sur, cuando llega el momento de hacer la losa, amigos y vecinos vienen a trabajar de onda. La cuestión es terminarla en un día. La losa es un asunto cooperativo, un ítem barrial establecido tal vez por los inmigrantes chilenos y sus tradiciones de “tiradura” de casas y albañilería solidaria.
El Mugre pensó en que tenía que hacer un asado para agradecer el trabajo de los vecinos. Ese ofrecimiento era parte de la liturgia constructora. Tenía que hacerse en la misma obra, entre pedregullo, alambres, arena, tambores y tablones (la escenografía requerida para un final de losa). Tenía la mezcladora con la boca hacia abajo, en diagonal. La levantó y vio que había quedado completamente limpia. Mientras la guardaba en la casilla pensó en el asado del día siguiente y  consideró la posibilidad de hacer una chupilca. “Puta, me hago una chupilca –se dijo El Mugre”.
Chupilca es una bebida alcohólica originaria del sur de Chile, que es el resultado de la mezcla entre vino tinto y harina tostada. También se le puede agregar azúcar y acepta, en general, varias recetas.

Es consumida principalmente en tiempos de fiestas patrias, y sin duda era apropiada para un final de losa. Se dice que para la Guerra del Pacífico, los soldados chilenos preparaban para las batallas una bebida conocida como la Chupilca del diablo, a la cual le atribuían poderes mágicos y aumentaba su agresividad. La Chupilca del diablo llevaba también aguardiente y pólvora, tal como le echan un poco de pólvora al vino los pirquineros de las alturas de Catamarca y de La Rioja.
A la tarde del otro día mientras se empezaba a hacer el asado e iban llegando los colaboradores (unos diez o doce), El Mugre se fue hasta el supermercado a hacer unas compras con la F100 destartalada. Compró tres packs de termidor tinto, cinco kilos de harina tostada y dos kilos de azúcar. Salió del super y pasó por la estación de servicio: ahí compró varias bolsas de rolitos. Llegó triunfante a la obra. Tenía una idea genial.
“¡Muchachos – dijo El Mugre- vamos a hacer una súper chupilca!”
Cuando los muchachos vieron todos los termidores preguntaron: “¿Dóooonde?”
“En la mezcladora, respondió El Mugre, alucinado”. Y empezó a abrir termidores y echarlos en el recipiente. Otros ayudaron, así que enseguida estaban los treinta litros adentro. El Mugre le echó los cinco kilos de harina tostada, los dos kilos de azúcar y tres bolsas de rolito.
“Dale, enchufala –le dijo El Mugre a su ayudante-”. Y la mezcladora empezó a andar a su velocidad cansina, con su memoria de pedregullo, cemento y cal. El Mugre miraba como todo se iba mezclando y subía a la superficie una espuma alegre, redentora del cansancio.
Nadie olvidó jamás esa chupilca.