La verdad


Hay, por lo menos, dos cosas que el sujeto no puede dejar de hacer: tiene que respirar (es involuntario) y debe pensar (mal que le pese).
El pensamiento es un mono que salta de rama en rama, gira, brinca, está “ahí” y, en un pestañeo, está “allá”. El pensamiento es terraplanista, libertario. No puede concebir lo infinitamente grande ni lo infinitamente pequeño como sí lo pueden concebir los científicos. Y las personas entrenadas en la contemplación y el pensamiento, los que buscan la verdad, la iluminación (el satori) pueden poner la mente en blanco y detener la respiración. Pero ni ellos, en profunda meditación, pueden en evitar que los pensamientos acudan a la conciencia como pájaros perdidos (y la respiración, regresa más temprano que tarde).
El hombre común, simple barro con aliento, está a merced de la inestabilidad del pensamiento. Es un papel al viento de las fantasías. Lo acosan el pasado y el futuro y es, por lo general, incapaz de detectar el presente.
La verdad es negacionista. “Cada uno alcanza la verdad que es capaz de soportar” dice Lacan. Yo diría que, en la inmensa mayoría, si es que se alcanza, se acepta una parte ínfima y lo demás se oculta. Lo verdadero aparece para ser rechazado de inmediato, como sucede en los sueños, en que el sujeto se despierta justo cuando está por ocurrir lo mejor (o lo peor). Porque al final, por muchos datos que se muestren, por más detalles que se agreguen, lo esencial se resiste a ser contado. ¿Es la verdad lo esencial?
Si dejamos escapar un genio de la botella, seguro que volverá a rondarnos.
El sujeto se detiene por un momento, se despierta, luego de haber esquivado a la verdad como un campeón, pero, deja un momento el celular, se desocupa un instante y choca de frente contra el sujeto oculto, ese genio que dejó salir y que para siempre será el que lo confronte. El que no tendrá piedad, que no aceptará ningún disimulo. Frente a frente con el genio, el sujeto no puede fingir. No se puede hacer el boludo (hablando la lengua común de los argentinos).
La verdad que buscan los iluminados, esa última estación del Universo no es la misma verdad que niegan o temen las personas comunes. La gente de a pie huye de la verdad común; prefiere construirse un relato que le permita vivir el día a día.
Demóstenes (384/322 a.C), con la boca llena de piedras, ensayaba su oratoria frente al mar. El sonido del mar arrastrando las piedras de la orilla, ida y vuelta, era el ritmo de las piedras en su boca. Dicen que fue un extraordinario orador. No sabemos si alcanzó la verdad.

Probablemente, como dice Homero Expósito en “Afiches”, la verdad es refregarse con arena el paladar.