Memorias mínimas.

En la película Blade Runner, las palabras del replicante Roy Batty se convirtieron en uno de los monólogos más conocidos del cine universal: “Yo he visto cosas que ustedes no creerían: atacar naves en llamas más allá de Orión; he visto rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.”
Estaba a punto de morir. Le advertía al cazador de replicantes, que lo tenía a su merced, que sucedería algo irreparable luego de su muerte. Había visto cosas que los humanos no habían visto. Tenía recuerdos intransferibles. Había llegado a lugares a los cuales el hombre no tenía acceso. Era una máquina hecha a imagen y semejanza que había adquirido un nivel de complejidad que sus creadores creyeron peligrosa. Tenía sentimientos, sensaciones, recuerdos elaborados más allá de los límites de los programas con que había sido construido. Había traspasado las fronteras de la programación y del espacio. Por eso los estaban cazando. Los hombres querían la Inteligencia Artificial, pero no estaban dispuestos a permitir la expansión de la Conciencia Artificial.
Las lágrimas en la lluvia son efímeras. Los recuerdos -si bien son fugaces, inasibles- nos construyen, nos integran, son parte de la compleja argamasa de nuestra conciencia. No están escritos ni tienen un lugar definido. Son parte de la memoria del olfato, de la vista, del oído, del sabor y del tacto, las grandes vías de comunicación que conocemos junto a todas las otras cuya existencia presentimos.
Aromas de lo leído, sabor de lo visto, paisajes escuchados, universos tocados. De pronto se produce una ruptura y nos llega la luz (es que la luz nos llega a través de las personas rotas)*. El recuerdo es efímero y no sobrevive al portador.
Dice Borges: “en algún recodo de tu encierro puede haber un descuido, una hendidura. El camino es fatal como la flecha, pero en las grietas está Dios, que acecha”. Lo escucho a él, a Borges, sin cables ni dispositivos, con la voz temblorosa, indeciso, con su leve tartamudeo y su acento porteño.
El recuerdo es fatal, como la flecha, me imagino:
El recuerdo de Doña Leonor que paría –sola- sus hijos de cuclillas sobre el reverso de un cuero de capón bien sobado, agarrándose de un cinchón atado al tirante del techo, en pleno campo, lejos de hospitales que aún no habían llegado al territorio.
El recuerdo de Lucía en el pueblo de las acequias, de sus trenzas con moños de cinta, que jugaba con una pelota a rayas mientras daba saltos al compás de los rebotes. De Fabriciano: que en plena calle hacía como que tocaba la guitarra usando una paleta de capón recién comprada, o que boxeaba con rivales imaginados, o que nosotros no veíamos, pero teniendo en cuenta que tenía espectadores* detrás de los visillos. De la tía Juana y la tía Chona que celebraron con agua del arroyo, en Cañadón Verde, la llegada del año ’38 y se preguntaron, en ese momento, si llegarían hasta 1980 que les parecía tan lejano. La tía Juana vive todavía pero no tiene en cuenta al tiempo, no lo mira, pasa a través de ella.
El recuerdo de Magda, que comía tierra y que, no se sabe bien por qué, tomaba un atajo para ir a dar clases. Consistía en lo siguiente: el edificio escolar estaba a la vuelta de la esquina pero ella no usaba la vereda; utilizaba la casa de sus amigos que tenía puertas a ambas calles; entraba por una calle, pasaba por el living –en ocasiones saludaba a los que estaban en la cocina- y salía por la puerta que daba a la otra donde estaba la Escuela. Sorteaba la esquina. Evitaba el ángulo recto y se iba por la tangente.
El recuerdo de cuando iban con Tulia a “El Extraviado” en un Renault 6 color verde y eran jóvenes y la pasaban tan bien. El recuerdo de Nuno a sus ochenta años, de su tiempo de niño pionero en la Península Avellaneda: nunca se acuerda del frío, se acuerda del color y el movimiento de las llamas.
El recuerdo de ese ser -más pequeño que nosotros- vestido con ropas de campo, que pasó caminando junto a mi hermana y a mí, que estábamos jugando en el faldeo de un cerrito cercano a nuestra casa, en la Patagonia. Pasó, muy cerca, sin prestarnos atención, ensimismado en su pertenencia ambigua al universo de las cosas y los seres que no conocemos.
Todos estos recuerdos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.

(*) Una frase que anoté no sé de qué lecturas.
(*) Un día, pasando en auto por la calle principal de Las Heras, veo a un hombre tirado de espaldas sobre la vereda. Paré, me bajé, y crucé el bulevar hasta llegar junto a él. Lo reconocí, era Fabriciano. De pronto abrió los ojos, mi miró, me hizo un guiño cómplice y siguió tirado. Era su show.